Argentina. (Dossier) John William Cooke, a 100 años de su nacimiento

Este pasado 14 de noviembre de 2019 se cumplieron 100 años del nacimiento de John William Cooke. Desde algunos espacios apenas se recordó el aniversario, simplemente a modo de ejercicio ritual. Cooke sigue siendo excesivo para el peronismo. Otros espacios optaron por el silencio. Tal vez no tengan nada que decir o consideren que no vale la pena decir algo. Cooke es inasimilable para buena parte de la izquierda argentina. Nosotr@s pretendemos aprovechar la oportunidad para proponer un debate sobre el sentido de su figura. Una figura clave para el pensamiento político argentino y para el pensamiento emancipador de toda Nuestra América.
Teniendo en cuenta que Cooke se sumó de cuerpo y alma a la Revolución Cubana en los 60, y que como dice Miguel Mazzeo «estaría hoy a pleno en alguna barricada chilena y resistiendo junto al pueblo en Bolivia». qué mejor que traerlo a la memoria de las viejas generaciones y también de las nuevas a las que se les hace imprescindible (aunque aún no lo sepan) conocer a un revolucionario sin dobleces. De allí, que en estos tiempos turbulentos de Latinoamérica, gracias a Mazzeo publicamos dos trabajos fundamentales de su autoría. uno de Cristian Gaude, y un poema de Jorge Falcone, además de una foto inédita del Bebe Cooke con su compañera de armas tomar, Alicia Eguren. Todo un lujo para el pensamiento revolucionario.
John William Cooke: pensamiento nacional y pensamiento emancipador
Por: Miguel Mazzeo*
La Nación del Estado es, pues, una representación caricaturesca de la substancia de la nación. Todo lo que en ésta es contradictoriedad, conflicto, inestabilidad, fluidez, posibilidad de un mundo diferente, aparece en aquélla como acuerdo, armonía, permanencia, rigidez: como clausura dentro de los límites de lo establecido.
Bolívar Echeverría
La figura de John William Cooke es inasimilable para algunas configuraciones de la tradición nacional-popular; concretamente para la expresión que constituye su versión canónica y hegemónica: poli-clasista, neo-desarrollista, semi-corporativa, pseudo-modernizadora, estatalista y filo-burguesa. La versión que no impugna el orden existente (el sistema capitalista, la sociedad burguesa), la que reduce lo posible a lo dado y la que asume la gestión progresista del ciclo económico como horizonte. Una versión incompatible con el pensamiento emancipador y el discurso crítico, dado que está constituida como discurso apologético de la organización de una sociedad en función del proceso de acumulación de capital o, por lo menos, como relato aquiescente con la misma. En fin: una expresión de la totalización de la “socialidad” burguesa y de un sentido histórico que se da por concluido. Un discurso del poder. Un lenguaje producido por la burguesía y, por lo tanto, mistificador de la autodeterminación nacional y cosificador del sujeto popular. El nacionalismo que criticaba Frantz Fanon en Los condenados de la tierra: no explicado, enriquecido ni profundizado y que conduce a un callejón sin salida.[1]
Esta configuración, apelando a legitimidades fundadas en supuestas esencias históricas (ethos, sentimientos, costumbres), tiende a atribuirse a sí misma la práctica nacional y el discurso nacional. Se los reserva íntegramente para sí misma. Toda acción y toda narrativa nacional desplegada por fuera de sus dominios aparece de antemano condenada a habitar las regiones del olvido o, directamente, es ubicada en la zona reservada para la “extranjería”, el “cipayismo” y… ¡la “sinarquía”!; o para los denominados y las denominadas “idiotas útiles de siempre” que, supuestamente, “le hacen el juego”. La capacidad de producir y administrar los sintagmas –y la discursividad en general– sobre lo nacional que posee esta configuración proviene de su destreza para reproducirse en el abajo instalando principios de unificación e igualación, y de su influencia en los imaginarios de diversas instituciones de la sociedad civil y el Estado: organizaciones políticas y religiosas, sindicatos, universidades, editoriales, algunos medios de comunicación, etcétera.

Desde luego, existen configuraciones no hegemónicas (y alternativas) de dicha tradición que remiten a la totalización de una “socialidad” no capitalista. Configuraciones ajenas al espectro ideológico burgués y que se niegan a compartir su objetividad (que se relacionan tanto a las condiciones productivas y reproductivas impuestas por el capital como a las significaciones burguesas coaguladas). Configuraciones transgresoras del canon característico del significar dominante. Configuraciones disidentes que desafían la visión de lo nacional-popular impuesta por la configuración hegemónica, que invitan a discutirla, que resisten sus principios de unificación e igualación y sus determinaciones pro-capitalistas, que incorporan sintagmas que provienen de horizontes no reconocidos por esta configuración “oficial” y que prefiguran otros proyectos políticos. Configuraciones estructuralmente críticas y desmitificadoras para las cuales el sentido histórico es principalmente una búsqueda.
Por ejemplo, existen configuraciones de lo nacional-popular liberadas del relato estatal, burgués y desarrollista que además buscan articularse con las formas de contra-sociedad, tanto de manera retrospectiva: de cara a la construcción de sus imaginarios históricos y sus genealogías rebeldes, como prospectiva: en la elaboración de sus proyectos políticos de cara al futuro. En este tipo de configuraciones, lo nacional-popular no puede ser asimilado por una alternativa burguesa y no nutre los imaginarios colectivos afines a la subordinación popular y a la apropiación del capital de las condiciones de la praxis social. De manera similar, la crítica al orden neo-colonial y al euro-centrismo no corre el riesgo de ser incorporada a ninguna concepción burguesa de la cultura, la educación (y la vida en general). El antiimperialismo, excediendo las posiciones exclusivamente culturalistas y fundadas en atavismos, intenta dar cuenta de los mecanismos de la competencia y de las lógicas de la acumulación capitalista a nivel mundial. El antiimperialismo, más que en elites políticas virtuosas y “patrióticas” que gestionan el Estado nacional en representación de las clases subalternas, pasa a fundarse en el autogobierno de los y las de abajo.
A diferencia de la configuraciones hegemónicas de lo nacional-popular, estas configuraciones críticas y disidentes no remiten a identidades conformistas y arrinconadas en los límites orgánicos del nacionalismo burgués y del fetiche del desarrollo capitalista nacional. No expresan un consenso corporativo, un acuerdo circunstancial de intereses privados, sino un compromiso colectivo con la emancipación de las clases subalternas y oprimidas de la Nación. A diferencia del nacionalismo retórico que apela a la utopía emancipadora y a la épica plebeya para después mostrarse incapaz de trascender las acciones compatibles o abiertamente favorables a las clases dominantes, las configuraciones alternativas de lo nacional-popular están predispuestas a asumir las consecuencias del lugar epistemológico que reivindican.
Vale aclarar que estas configuraciones disidentes se manifiestan tanto en imaginarios como en realidades concretas, aunque persisten marginadas y subsumidas (cuando no ocultas) en el espacio de heterogeneidad extrema de la configuración hegemónica que, en algunas circunstancias históricas, no desestima la posibilidad de considerar a las primeras como “anticuerpos” necesarios que deben ser integrados, a pesar de que, como hemos señalado, no esté en condiciones de asimilarlas a su propia síntesis.[2] Las configuraciones disidentes también permanecen como estrato profundo de vida social espontáneamente anticapitalista y comunitaria, y como politicidad (y potentia) popular que se resiste a ser enajenada por el capital.
En rigor de verdad corresponde aclarar que, en general, estas configuraciones alternativas no lo son en un sentido estricto. Por ahora son sólo esbozos de futuras configuraciones, o posibles insumos para las mismas. En este, nuestro tiempo, sólo se ponen de manifiesto algunos elementos fragmentarios, retazos. Siguiendo a Antonio Gramsci, podríamos pensar la precariedad de las configuraciones alternativas de lo nacional-popular por el grado de disgregación y por el carácter episódico que signa la historia de las clases subalternas y oprimidas, y por la intensa e incesante intervención de las clases dominantes en pos de la ruptura de cualquier tendencia hacia la unificación de las primeras.[3]
Por lo tanto, resulta evidente que el denominado campo nacional-popular, un espacio dinámico de disputa de sentidos y proyectos, ha sido y es objeto de constantes reconfiguraciones y, si bien presenta momentos de fijación en su transcurrir histórico, no debería considerarse como un espacio fijo. Las tendencias a eternizar (y reificar) lo que fue un momento de fijación y aferrarse a él, sin dar cuenta de la variabilidad contextual, sólo puede tener sentidos conservadores. Ocurre a menudo que lo que puede desempeñarse como matriz cultural resistente en un determinado tiempo, no necesariamente replica esas funciones en otro. Podemos considerar, a modo de ejemplo, la poesía gauchesca, ciertas versiones de la historiografía revisionista y al peronismo de izquierda o a la izquierda peronista.
Todo aquello que en un período histórico expresó el rechazo a las lógicas abstractas que subordinaban las formas concretas de la vida, puede devenir una nueva lógica abstracta. Aquello que supo esclarecer y desfetichizar, deviene factor de encubrimiento y fetichización. Lo que fue “energía suprasocial comunitaria”[4], el motor de los conflictos sustantivos, deja de serlo. La elaboración teórica se empobrece. Las tradiciones pueden ser traicioneras, sobre todo las que se caracterizan por la fascinación por los sortilegios pragmáticos.
La configuración hegemónica de la tradición nacional-popular idealiza un momento de fijación relacionado con circunstancias históricas donde fue posible la solidaridad relativa entre las clases y grupos sociales con intereses históricos antagónicos. Es decir, esta configuración opta por erigirse sobre una solidaridad interclasista relativa, sobre la coincidencia del interés permanente de algunas fracciones de la burguesía argentina y el interés temporal y circunstancial (ni general, ni permanente) de las clases subalternas y oprimidas. Esas circunstancias históricas, además, funcionan como su horizonte. El anhelo de reeditarlas constituye uno de los fundamentos de su proyecto político.
En esta maniobra idealizadora la matriz hegemónica de la tradición nacional popular queda en deuda con el historicismo que constituye uno sus pilares filosóficos más distintivos. Porque, de alguna manera, roza la idea de una razón permanente, igual a sí misma, válida para todos las personas, para todos los tiempos y para todos los paisajes; porque opta por una narración más centrada en las ideas que en las cosas; porque comete el peor pecado en los términos de su propia religión: sustituye lo real. Un pecado de leso iluminismo, un pecado contra la conciencia histórica. Una “exaltación teórica”.
La nación es un “objeto” inacabado, es una praxis. Se está constituyendo (y se está historizando) todo el tiempo; desde abajo, como ámbito de fraternidad y como horizonte plebeyo que intenta deslastrarse de las incrustaciones coloniales e imperialistas, como diversidad subalterna, como reconstrucción del pueblo desheredado, como producción de significados que resisten espontáneamente o impugnan la objetividad capitalista, en los términos de Bolívar Echeverría: “como forma de organización espontánea de los distintos aspectos de una existencia social en tanto que totalidad comunitaria”;[5] pero también desde arriba (principalmente desde el Estado), como espacio de dominación, de separación, enajenación, control y fortalecimiento de esas incrustaciones, como diversidad entre clases y sectores sociales con intereses antagónicos, como objetividad capitalista basada en la solidaridad supraclasista. Sólo en el primer caso la conciencia nacional se corresponde a procesos de formación de una auto-conciencia nacional.
Cooke parece ser incompatible con las fórmulas y los imaginarios sostenidos por la versión convencional y fosilizada de tradición nacional-popular. Principalmente porque es una figura que muestra los límites y las contradicciones de quienes se consideraban (y se consideran) administradores exclusivos del énfasis en la singularidad de la realidad nacional y lo utilizan para justificar la participación subordinada de las clases subalternas y oprimidas en bloques de poder dirigidos por algunas fracciones de las clases dominantes.
Por eso Cooke no puede funcionar como “significante comodín”. Se trata de una figura cuyos sentidos más profundos no se pueden desplazar fácilmente. Por su contenido y por su significación ideológica y pragmática, es una figura difícil de traficar. Su pensamiento carga demasiadas propuestas para el presente y el futuro, propuestas para construir alternativas de poder auténticas de y para los trabajadores y las trabajadoras. Cooke pesa como pasado por el futuro que proyectó y sigue proyectando. Entonces, es pasado inconveniente. Su letra no es inofensiva y todavía quema. Cooke es un escándalo teórico e histórico. Se resiste a la condición de “clásico”, persiste moderno. Cooke es la expresión de una dignidad revolucionaria siempre dispuesta a rearticularse con lo que bulle desde abajo. Esto explica en buena medida la oquedad de aquellas expresiones políticas que intentan reeditar un peronismo de izquierda y que, en esa faena extemporánea, apelan a Cooke.
En 2011 Sebastián Skolnik se refería un “cookismo trucho”. Una especie de neo-cookismo condenado a ser “más estético y retórico que materialista”. Skolnik afirmaba que “las experiencias plebeyas o de radicalización no pasan por ninguno de los cánones o de las categorías con las que el peronismo de izquierda piensa lo heredado. En la actualidad, es difícil pensar que la clase obrera sea el sujeto de la revolución. No lo piensa realmente nadie. Y, sin embargo, apelar a un cookismo sin hacer la elaboración política de qué significa lo plebeyo hoy, y mistificarlo en fórmulas mágicas heredadas es un obstáculo real para asir el problema. El neo-cookismo formula una apuesta ficticia a que el peronismo mismo (o las formas que se articulan alrededor del peronismo o las construcciones que vayan sucediendo en el peronismo) va a radicalizar el proceso. Es una trampa porque en realidad, lamentan el desborde más que fomentarlo. En este sentido, se parece bastante a la visión de la burocracia que denunciaba Cooke”.[6]

De este modo, las puertas para ingresar al panteón de los “pensadores nacionales” no siempre (en realidad casi nunca) han estado abiertas de par en par para Cooke, básicamente porque impugnó el modelo del “acuerdo nacional” y supo ir más allá de los confines establecidos por la revolución burguesa radical, la ampliación democrática del desarrollo capitalista y el nacionalismo defensivo, sustrayéndose a la ilusión de la incesante perfectibilidad de la sociedad burguesa.
Cooke no centró su propuesta en la eliminación de los “abusos” de la sociedad capitalista sino en la transformación de las relaciones de producción y propiedad. No concibió la transformación de la sociedad burguesa como un proceso pedagógico, sino como un proceso revolucionario. Buscó desanclar la iniciativa de la lucha de clases del mar de fondo de la burguesía y su alianza reformista. Colocó el enfrentamiento social y político en un plano más elevado.
Cooke no recurrió al adjetivo “nacional” como cifra del espectro ideológico burgués y no invocó peculiaridades insoslayables a modo de conjuro contra la lucha de clases y los contenidos anticapitalistas. No antepuso la dimensión nacional a la dimensión clasista de la vida social, la autodeterminación nacional a la autodeterminación (y al autogobierno) de las clases subalternas y oprimidas. No antagonizó la Nación con el socialismo; por el contrario, los reconoció como planos que debían ser inseparables y sugirió posibles puntos de confluencia. Desde fines de la década del 50, fue delineando una crítica a las formas mistificadas de la autodeterminación nacional. Entonces, no cayó en el antiimperialismo retórico y acotado a las regiones secundarias. Supo detectar al Imperio operando en las estructuras de poder interiores: económicas, sindicales, políticas, culturales.
Captó tempranamente un conjunto de circuitos, interdependencias y unificaciones funcionales, por eso asumió el socialismo como el único camino posible para resolver la “crisis argentina”. Aportó una mirada estratégica, desde el peronismo, sí, pero también –y fundamentalmente– alternativa al peronismo. De esta manera, se aproximó a la noción de “sistema mundial” como unidad de análisis, no se centró pura y exclusivamente en los componentes locales. Por ende, todas las fuerzas sociales se le presentaban como “internas”. Asimismo, se alejó de la Nación del Estado y del capital y dio cuenta de una serie de códigos culturales e históricos de la Nación de los y las de abajo, de la Nación como resistencia y socialidad anticapitalista.
Entonces, como Cooke cuestionó la predisposición a separar lo nacional de la lucha de clases, se negó con énfasis a considerar al imperialismo y al colonialismo (internos o externos) como hechos desvinculados del capitalismo que los reforzaba. “El bebe” no estaba de acuerdo con la composición del sujeto popular como un sujeto no clasista y repudió la maniobra que lo subsumía en un espacio que expresaba la trascendencia de la particularidad burguesa. En su idea del “frente nacional” el componente plebeyo era determinante. Y si bien este frente podía (y debía) integrar a otros sectores, el liderazgo estaba reservado para los y las de abajo.
Como en la mayoría de las formulaciones del pensamiento nacional, Cooke partía de considerar la contradicción imperialismo-nación como la principal. Ahora bien, a partir de determinado momento de su itinerario, asumió que el capitalismo periférico difícilmente podía escindirse del imperialismo, que sin un cambio radical de sus estructuras su hado sería la permanencia en una fase de eterna transición. En esa encrucijada Cooke marcó la diferencia con las versiones del pensamiento nacional que apostaban a la nacionalización del capitalismo y al desarrollo de un nicho de acumulación (capitalista) endógeno, desenganchado del proceso de acumulación mundial como camino para exceder la condición periférica. También dejó establecida sus discrepancias con aquellos y aquellas que concebían la contradicción entre imperialismo y nación como una contradicción entre un capitalismo puro y extranjerizante y un capitalismo impuro y nacional. Cooke asumió una determinación anticapitalista: prefirió la impureza inherente al proceso de construcción del socialismo en Argentina y en Nuestra América. En esa impureza, precisamente, reconoció un signo de la raigambre y la radicalidad del socialismo.
Cooke supo diferenciar y extraer de las invocaciones a la “posición nacional” el componente de manipulación de una identidad cultural plebeya por parte de aquellas facciones de las clases dominantes y del Estado que aspiraban a ampliar su base hegemónica. Luego, expuso ese componente. Lo puso en evidencia. Mostró el grado de abstracción de ese tipo de nacionalismo (y este tipo de antiliberalismo), los modos verticales de la solidaridad inter-clase que promovía, su condición de instrumento de justificación del statu quo. Denunció el destino opresor de una narrativa que no estaba a la altura de la realidad. Solía decir que un movimiento podía ser poli-clasista pero jamás una ideología.
Para Cooke, la articulación de las coordenadas clase/nación era la base del conocimiento de la totalidad y del auto-conocimiento de la clase trabajadora. El punto de partida para desarrollar una estrategia de poder autónoma, alejada del horizonte del “buen capitalismo”, el “culturalismo telúrico” y otras identidades conformistas y arrinconadas. Vale traer a colación a Rene Zavaleta Mercado que decía que “el nacionalismo sin el concepto de lucha de clases no sería sino otra forma de alienación”;[7] y también a Eric Hobsbawm, que sostenía que “la adquisición de conciencia nacional no puede separarse de la adquisición de otras formas de conciencia social y política”.[8]
Asimismo, Cooke reclamó ese énfasis en los hechos concretos para el marxismo que, de este modo, se desprendía de su universalismo abstracto, de todos sus formalismos –que los tenía, al igual que la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular– y encontraba su sentido más recóndito en la historia de las clases subalternas y oprimidas, en sus experiencias, en sus luchas, en sus resistencias contra la opresión y la explotación, en sus rebeldías. Por lo tanto el marxismo de Cooke se diferenciaba del marxismo dogmático y se relacionaba directamente con la insubordinación del mundo periférico.
Cooke como la izquierda revolucionaria (peronista o no) que emergió después de su muerte, pueden verse como la expresión de una crisis de la conciencia burguesa dominante en la clase trabajadora. Una crisis que devino menos de la influencia directa de las figuras y las organizaciones revolucionarias que de la experiencia histórica popular –del proceso de la lucha de clases–, sobre todo desde 1955 y, con particular intensidad, a partir del Cordobazo, el 29 de mayo de 1969. Cooke y esa izquierda llevaron hasta sus últimas consecuencias las implicancias prácticas de las trilogías: pan, patria y poder para el pueblo, o independencia económica, soberanía política y justicia social. No las leyeron en clave occidental y antimarxista. Quisieron transformar la rebeldía innata de los trabajadores y las trabajadoras de Argentina en autoconciencia histórica. No se identificaron con los lugares comunes del peronismo (por ejemplo: “las veinte verdades del peronismo”), sino con sus contenidos socializantes, con sus núcleos semánticos más disruptivos, con su léxico clasista espontáneo, con sus costados malditos; supieron leerlos como emergentes de la lucha de clases y los convirtieron en punto de partida para una transformación radical, desde abajo, esto es: los potenciaron como condiciones de transformación.
Hace algún tiempo el periodista Tomas Eloy Martínez hacía referencia a un duelo simbólico entre Jorge Luís Borges y Juan Domingo Perón. En este duelo veía una síntesis que consideraba representativa de medio siglo de historia argentina. Cooke y las manifestaciones más auténticas del peronismo revolucionario relativizaron ese duelo simbólico porque instalaron un antagonismo mucho más profundo. Tan pero tan profundo que los motivos del duelo entre Borges-Perón no pueden dejar de verse como meros formalismos estéticos. Borges y Perón compartían abstracciones demasiado importantes, podría decirse que en el fondo creían en los mismos espejismos. ¿En qué duelos simbólicos podemos entreverar a Cooke?
No debe extrañarnos que ciertos “lugares de la memoria” sigan vedados para Cooke, concretamente: el sitial del “pensador nacional” fundamental. Su itinerario herético lo ubica en los márgenes del mismo y, de alguna manera, nos plantea la necesidad de reinterpretar y trascender las viejas tradiciones y genealogías y, sobre todo, la necesidad de crear unas nuevas. Lo que para Cooke –y para nosotros y nosotras– era un punto de partida para otros y otras era (y es) punto de llegada. Los proyectos políticos del presente, y nos referimos específicamente a los que invocan contenidos populares y objetivos revolucionarios, no pueden hacerse cargo de esa herencia, de esas porciones de pasado irresueltas. Porque no son en verdad populares y revolucionarios o porque –por ahora– no llegan a ser proyectos.
El denominado “pensamiento nacional” como expresión de la versión hegemónica de la tradición nacional-popular reclama para sí una identidad histórica y una matriz “autónoma” a la hora de pensar el mundo, al tiempo que adhiere a una perspectiva situada, desde Argentina, desde Nuestra América, desde la periferia; en concreto, la “posición nacional” mencionada. También reivindica el carácter heterogéneo de la cultura popular. Pero esa identidad, esa matriz y esa perspectiva son harto imprecisas. Sus manifestaciones concretas en los procesos históricos han sido muy disímiles. Luego, la reivindicación de lo heterogéneo propuesta desde la versión hegemónica de la tradición nacional-popular suele ser un mecanismo para contrabandear valores, pensamientos y proyectos de las clases dominantes. Entre otras cosas porque se trata de una heterogeneidad no concebida como superposición de diversos tiempos históricos sino como alianza entre diversas clases sociales con fines políticos. Entonces, cabe preguntarse: ¿Autonomía en relación a qué? ¿Cuáles son las implicancias políticas del pensamiento nacional en tanto lugar de enunciación inscripto en un espacio-tiempo determinado, pensamiento situado (o epistemología periférica) y expresión de la “posición nacional”? ¿Qué amalgamas y solidaridades habilita la heterogeneidad que se reivindica? ¿Hasta qué punto son compatibles las distintas “vertientes” del pensamiento nacional? ¿Qué porciones de lo universal son sometidas al proceso de nacionalización y cuáles son desechadas?
La “posición nacional” con sus simplificaciones, con sus maniqueísmos, con su elasticidad y con su pereza intelectual, integra fragmentos sociales, identidades y proyectos políticos que limitan las posibilidades de construir un sujeto colectivo emancipador. A las particularidades socioculturales locales les asigna un carácter homogéneo y un status inmaculado frente a lo universal. No establece una diferencia tajante entre los elementos culturares democráticos y los elementos culturales conservadores que contiene toda “cultura nacional”.
La “posición nacional”, a partir de una esencialización de lo nacional, funciona como referencia epistemológica, ideológica y política que busca integrar lo antagónico y resolver lo contradictorio de modo antidialéctico. Concibe la autoafirmación en términos estrictamente culturalistas y nativistas. Escinde el “gorilismo” de la lucha de clases. Por eso identificó e identifica una oligarquía nacional, un nacionalismo agrario, una burguesía nacional, un liberalismo nacional, un fascismo nacional y una izquierda nacional. Por eso puede reconocer en Leopoldo Lugones, entre otras figuras igual de reaccionarias, a un precursor del antiimperialismo; o rescatar como “pensadores nacionales” a ideólogos de las fracciones más reaccionarias de burguesía; fascistas convictos y confesos como Nimio de Anquín, referentes de los grupos para-policiales de la extrema derecha en la década del 70, como Carlos A. Disandro.
De este modo, la “posición nacional”, una vaga etiqueta de amplio poder cubritivo, termina componiendo un embutido. Luego, se funda en una identidad autosuficiente y deshistorizada, una identidad que en el fondo no es más que una expresión del tiempo compulsivamente uniformador del capitalismo. De ahí la opción de sus cultores y cultoras por las bajadas de líneas y otras prácticas elitistas, en particular las que se suelen denominar como “conducción” y “adoctrinamiento” que indefectiblemente devienen burocracia y dogmatismo. El sujeto colectivo que se construyó y se construye en torno a la “posición nacional” es el sujeto que reclaman los proyectos neo-desarrollistas, neo-socialcristianos (y neo-coloniales) y las fracciones burguesas que –ocasionalmente– los sostienen. Es un sujeto dócil a los aparatos de poder, cosificado bajo el formato nacional-estatal.
En rigor de verdad, para la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular, lo nacional es sólo nacional-estatal. La conciencia que invoca es más estatal que nacional-latinoamericana. Es, principalmente, estatal y estatalizadora. Su meta es la cohesión social para el desarrollo de un capitalismo nacional integrador. Celebra la asociación de los y las de abajo pero los y las quiere “en caja”. En el mejor de los casos, los y las quiere relativamente independientes pero funcionales a las regulaciones estatales. En el peor de casos, los y las quiere subordinados y subordinadas a los formatos más degradados de la política como el patronazgo y el clientelismo. Al sufrir un proceso de estatalización, los significados críticos de la tradición nacional-popular, sus “joyas del pensamiento”, se malogran, se convierten en simulacro o parodia.
Invocando a Arturo Jauretche la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular ha afirmado y afirma que la “posición nacional” consiste en aportar soluciones nacionales a los desafíos de nuestro tiempo, en emplear las ideas –sin pedirles partida de nacimiento– a favor del avance del pueblo y la consolidación de la soberanía. No es necesario un gran esfuerzo hermenéutico para percibir la ambigüedad y la generalidad de esta definición (y la indigencia del arsenal teórico, conceptual y metodológico subyacente). La situacionalidad que se reivindica peca de abstracta, se queda en el punto de partida. Es una obviedad topográfica que conduce a la exaltación del localismo y que puede servir para justificar situaciones muy diversas. La argentinidad es definida a través de formulas generales e indeterminadas. ¿Acaso no hay una argentinidad dominante y otra dominada, subalterna y oprimida; una argentinidad de la mercancía-capital y una argentinidad de la “socialidad” comunitaria? Más aún, corresponde utilizar el plural en los interrogantes y decir, por un lado: “argentinidades dominantes” y “argentinidades de la mercancía-capital” y, por el otro: “argentinidades dominadas, subalternas y oprimidas” y “argentinidades de la ‘socialidad’ comunitaria”. ¿Qué destino tienen las argentinidades dominadas, subalternas y oprimidas, y las argentinidades de la “socialidad” comunitaria, en los marcos del sistema capitalista? “Razonar sobre realidades” decía Jauretche. Evidentemente apelaba a un principio formal. Proponía un recorte de la realidad que le mataba el movimiento, que dejaba afuera porciones significativas de la misma y que le servía para construir un estereotipo. Más que el realismo, promovía una forma de naturalismo. La configuración hegemónica de la tradición nacional-popular tiende a “recordar” realidades conocidas, prefiere las verdades en reposo.
Invocando a Raúl Scalabirini Ortiz o a Víctor Raúl Haya de la Torre, la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular recomienda “volver a la realidad” como “un imperativo inexcusable”, pero desde la “virginidad mental”. También sugiere “buscar la realidad”, “no inventarla”. Asimismo, considera que las ideas son un lastre para captar los contenidos esenciales en una realidad determinada, que las ideas (por lo general unos “productos importados”) van en contra de la cultura. Esta configuración asume el emplazamiento de un marcado empirismo para fundar una supuesta autoctonía y lo que entiende por “su” rigor epistemológico. Esta estrategia encuentra su fórmula más precisa en los versos del Martín Fierro: “Aquí no valen dotores / Sólo vale la esperiencia”. Además, el empirismo y la relativización de los contenidos, en concreto: la negación de toda referencia teórica, la ausencia de una tensión sustancial entre teoría y práctica (la práctica separada de la teoría), le otorgan a esta configuración una gran flexibilidad ideológica y política.

Frente al dogmatismo característico de un tipo de teoría que no revisa los hechos, la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular se aferra a unos hechos no revisados por la teoría.
Concebidos de este modo, la “posición nacional” y el “pensamiento nacional” tienen como principal (y prácticamente único) fundamento la reivindicación de la especificidad del ámbito socio-político, el “nosotros”, el “nosotras”, desde el cual se piensa. Se trata de un lugar común y como tal, muy seguro, libre de todo riesgo, a salvo de las preguntas molestas. Por eso es un signo de su impotencia crítica. Claro está, ese nosotros, ese nosotras, pretende erigirse en continente de sectores e intereses antagónicos, incluyendo a los que forman parte de la “Santa Alianza” entre empresarios, burócratas, jerarcas eclesiásticos y fuerzas represivas; asimismo, soslaya la lucha de clases (cuyo lenguaje, por cierto, no desconoce) y no supera los esquemas axiológicos de las clases dominantes. Su norte es la convivencia de las clases antagónicas, la conciliación de clases y la pasividad de las masas (o su movilización controlada), para hacer avanzar un proyecto de modernización.
Es saludable revisitar a Jauretche.[9] Es un autor insoslayable a la hora del examen retrospectivo, a la hora re-pensarnos como sociedad (o como nación/pueblo). Lo mismo cabe para muchos y muchas figuras del mismo tenor, especialmente para Raúl Scalabrini Ortiz o para Manuel Ugarte. Pero, a riesgo de caer en la reivindicación de los harapos intelectuales, no conviene olvidar que: “hay vida después de Jauretche”. Este “pensador nacional” fue muy prolífico cuando se dedicó a explicar y a combatir el dominio extranjero exterior, pero tendió a reprimir el análisis de ciertas facetas del dominio extranjero interior. Su visión sobre la dependencia argentina ya estaba desfasada en la década del 60/70, entre otras cosas: no avanzaba en la explicación de los procesos de acumulación en la periferia; no daba cuenta, por ejemplo, de los mejores aportes de la teoría de la dependencia.
Hace ya mucho tiempo que las debilidades teóricas del nacionalismo populista del siglo XX han quedado expuestas de manera inapelable, tanto en la teoría como en la práctica. Entre otras, la falta de sentido crítico de su concepción del imperialismo, su maniqueísmo simplificado hasta el estereotipo, su aceptación a-crítica (en ocasiones vergonzante) del horizonte impuesto por la modernidad capitalista que subordina la reproducción social de los seres humanos a la reproducción del capital, etc. Pero, sobre todo, estas debilidades vienen siendo padecidas por militantes populares, a los y las que les achica el espectro de posibilidades cognoscitivas, les impone altos índices de adecuación al orden establecido y, en consecuencia, los y las torna conformistas. Cualquier intento de reedición a-crítica de este tipo de nacionalismo no hace más que clausurar la aventura del pensamiento nacional crítico, esto es: autónomo, creativo y emancipador. Por otra parte, no dejar de ser sintomático que algunas figuras y temas de ese nacionalismo hayan exhibido (y exhiban) un alto grado de compatibilidad con los proyectos denominados neo-desarrollistas.
La versión canónica del pensamiento nacional, no puede ser otra cosa que un pensamiento mistificador que oculta relaciones sociales asimétricas, relaciones de dominación y, en ocasiones, pedagogías de la humillación. Poco de pensamiento “crítico”, no sólo porque su filo impugnador de las relaciones capitalistas de producción y reproducción está mellado, sino también porque se aferra a unos contenidos coagulados en el lenguaje (y en la vida en general). Y “nacional” en un sentido débil, cuanto más pro-capitalista y estatal, más débil. Mucho de tradicionalismo, de viejas formulas y letanías. Poco nacionalismo económico y social concreto. Agresivo en la superficie, débil en el fondo. Un torrente de groseras supersticiones políticas con proliferación de verticalismo y discursos paternalistas. Folklore, en la peor acepción. Mañas encubridoras y para peor: adquiridas en la experiencia del dominio social directo, en la gestión de lo instituido. Un racimo de fórmulas gauchipolíticas en estilo campestre, un conjunto de saberes pillos, aptos para el desenvolvimiento público de políticos oportunistas, burócratas sindicales, punteros, algunos dirigentes sociales y algunos sacerdotes, entre otros intermediados del poder. Nacionalismo desfasado y a contramano, sin bases reales estructurales y orgánicas, aliado de corporaciones transnacionales; nacionalismo que no tiene más remedio que devenir pura gesticulación para llegar al paroxismo de la morisqueta.
Hace más de 40 años, Noe Jitrik constataba la existencia en la cultura argentina de “una fuerte fascinación por el ‘populismo’ como sistema de eliminación mística de la complejidad del proceso…”.[10] Claro está, Jitrik se refería a los procesos históricos. Consideramos que esa modalidad le cabe perfectamente a la versión canónica del pensamiento nacional. Hace décadas que esta tradición no atraviesa un proceso de reconstitución epistemológica. Se ha tornado repetitiva. Vale decir que existen versiones nuevas y más sofisticadas de la esta versión del pensamiento nacional, más al uso de los espacios académicos, con otras arquitecturas conceptuales, con otros soportes eruditos y teóricos, aunque con consecuencias políticas similares a las versiones más toscas.
Por supuesto, también hay vida después del “pos-marxismo” y de las resignificaciones positivas del populismo. Estas últimas, más allá de que presenten algunas apariencias pseudo-críticas, son incompatibles con el pensamiento crítico. Estas resignificaciones se muestran por lo menos ambiguas ante la posibilidad de una nueva forma de reproducción social. Las nuevas teorías apologéticas del populismo presentan una visión distorsionada del capitalismo, desdibujan su falta de idoneidad sistémica a la hora de garantizar la reproducción social de los y las de abajo, confían en la política (populista) como el medio más eficaz para una reorientación distributiva y para un intercambio “racional” entre medios de producción y medios de subsistencia. De este modo, la configuración hegemónica de lo nacional popular, el pensamiento nacional en su versión canónica, se van delineando como discursos encubridores: de la opción por el sostenimiento del proceso de reproducción del capital (la valorización del valor), y de una posición evasiva frente a la contradicción fundamental del sistema capitalista.
¿Cuáles son algunas de las consecuencias prácticas de la versión canónica del pensamiento nacional? Al pretender conciliar hegelianamente el pensamiento con la realidad, pone el acento en la actividad de la conciencia y deja intacta la realidad. Cabe tener presente que en la Segunda Tesis sobre Feuerbach, Karl Marx decía que el problema de la verdad del pensamiento no es teórico sino práctico. O sea: su verdad sólo puede ponerse de manifiesto (y comprobarse) en la práctica. Esta versión canónica del pensamiento nacional se auto-representa como una sustancia espiritual trascendente que evoluciona y se adecua a cada época histórica. Pero no existe tal sustancia ni tal evolución. En todo caso lo que “evoluciona” es el mundo en su inmanencia.
El lingüista Valentín N. Volóshinov, un discípulo marxista de Mijaíl Bajtin, decía que “la clase dominante busca adjudicar al signo ideológico un carácter eterno por encima de las clases sociales”,[11] de este modo el signo ideológico ingresa en un proceso de degradación, deviene alegoría y deja de aportar al proceso de comprensión.
La versión canónica del signo ideológico que remite a la configuración hegemónica del pensamiento nacional asienta la reflexión y los discursos sobre unos vínculos entre Nación, Estado y sociedad que son extemporáneos. Se trata de un pensamiento anacrónico, estéril y esterilizante. Por lo tanto no genera praxis ni autoconciencia sino ilusión. Remite a generalidades y no a procesos activos. Trata a las verdades de ayer como si fueran las verdades de hoy. Se ensaña con espantajos y se torna rígido. No se constituye como otredad sino como tautología, en una forma cultural objetivada que apela a valores caducos sin capacidad de crear. En los términos de Bolívar Echeverría: una “hermenéutica” de lo que ya no es.[12] En fin, un “pensamiento” anulado y absorbido por el poder. Un “pensamiento” portador de una “épica popular”, sí, pero confeccionada a la medida del orden establecido. El pueblo narrado en tercera persona.
Sólo las configuraciones alternativas del pensamiento nacional-popular están de condiciones de asumir la tarea de actualizar el patriotismo (y de revitalizar el proceso de formación de una autoconciencia nacional) dando cuenta de los modos actuales del colonialismo y de los métodos más adecuados para desafiar al eurocentrismo, echando luz sobre la dependencia en esta fase del capitalismo.
Las imágenes colectivas que promueve la versión canónica del pensamiento nacional conforman una intersubjetividad legitimadora del poder de las clases dominantes, favorecen los acomodamientos, disuaden de las rupturas, promueven el contrasentido de aluviones zoológicos estatalizados y de cabecitas negras conformistas y electoralizados. Si bien las fracciones más poderosas de la clase dominante repudian todo tipo de pensamiento nacional, en los momentos de alza de la lucha de clases, en las coyunturas de extrema polarización social y política, aceptan la versión canónica del pensamiento nacional en tanto superestructura idónea para alcanzar tipo de unidad nacional que pone a resguardo su dominación.
Así, en los marcos de la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular, el “pensamiento nacional” se parece más a un pensamiento formalizador que a una lengua viva. Se desdibuja como matriz epistemológica periférica, se erige en un pensamiento anti-dialéctico y cae en la abstracción. Por lo tanto, está expuesto a los procesos de sustancialización y tiende a ser conservador y a-crítico. No fortalece la conciencia popular respecto del imperialismo real: soslaya aspectos vinculados a la matriz económica extranjerizante y extractivista, promueve el anticolonialismo y el antiimperialismo abstracto que hace casi cien años denunciaba Raúl Scalabrini Ortiz con toda la autoridad de quien sugería los caminos para el desarrollo de una política anticolonialista y antiimperialista concreta apta para su tiempo.
Frente a las reactivaciones de la tradición liberal conservadora y pro-colonial y pro-imperialista[13] con sus modelos abiertamente antinacionales, antipopulares que promueven los procesos auto-denigratorios y el desprecio por los valores colectivos autóctonos al tiempo que siembran la tristeza y la desolación, todo el corpus de la versión hegemónica de la tradición nacional-popular recobra vigor, genera empatía con la clase trabajadora, adquiere atributos resistentes y pasan a segundo plano sus tendencias a la transacción, sus zonas compatibles con el sistema de dominación y sus mecanismos de alienación popular. Es más, si consideramos un contexto político signado por la ausencia absoluta de recursos reflexivos y por el pragmatismo fácil que ve “quijotadas” en todo intento por dejar de perpetuar el mundo que nos rodea, ese corpus adquiere cierto “lustre teórico”, aún a pesar de su inconsistencia crítica y de la certeza de sus funciones legitimadoras de procesos políticos reformistas que, indefectiblemente, más temprano o más tarde, se toparán con el techo impuesto por el sistema e iniciarán un retroceso por la vía del estancamiento o la derechización.
Como decíamos al comienzo, las configuraciones contrahegemónicas de la tradición nacional-popular tienden a ser marginadas, anuladas o integradas por la configuración hegemónica. Pero, al mismo tiempo, las reactivaciones de la argentinidad individualista, impiadosa y reaccionaria, generan un contexto para repensar lo nacional-popular en clave descolonizadora radical, para sistematizar las voces dispersas que por abajo nombran lo nacional de manera original.
Sólo un pensamiento emancipador, esto es: anticolonial, antiimperialista, anticapitalista, antipatriarcal, socialista, crítico y dialéctico, puede asumir, sin ambigüedades, las perspectivas autónomas y situadas y construir una epistemología propia.
Sólo un pensamiento emancipador puede administrar con solvencia y coherencia los patrimonios socio-culturales populares de la historia de Nuestra América.
Sólo un pensamiento emancipador puede superar el “complejo de Próspero”.
Sólo desde una praxis emancipadora y socialista se puede recuperar el potencial autónomo del pensamiento nacional-popular latinoamericano. Sólo ese tipo de praxis tiene la capacidad de fusionar las demandas nacionales con las demandas de clase y diferencia.
Sólo un pensamiento emancipador puede seleccionar los fragmentos críticos del pensamiento nacional y actualizarlo, eludiendo la mera reiteración, integrándolo como una particularización y como forma concreta en la que habita la verdad que hace posible la recreación de totalidades desde una condición periférica y en clave liberadora.
El pensamiento emancipador es una revelación iluminadora que sabe conmover permanentemente nuestros pensamientos previos. Es un pensamiento que sabe cuestionar el logos vigente y favorece los procesos de autoafirmación popular. Por eso es el único pensamiento crítico.
Cooke es la expresión de una articulación entre lo nacional y lo plebeyo, entre lo universal y lo autóctono. Una articulación que no se consuma en planos discursivos o simbólicos, sino que se basa en la praxis. Porque, para Cooke, las imágenes divergentes de la nación (las que eran innegociables con las clases dominantes) se generaban en la praxis de las clases subalternas y oprimidas. En efecto, la clase trabajadora jamás concurre a la lucha desprovista de sus rasgos culturales constitutivos. Esos rasgos juegan un papel importante. Bien lo sabía Cooke, por eso dedicó buena parte de su vida a proyectar políticamente los elementos de la cultura democrática y socialista contenidos en la tradición nacional-popular.
Por todo esto, la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular tiene que borrar a Cooke de su genealogía. O, para integrarlo, tiene que mutilarle o anestesiarle la parte más significativa de su praxis. O tiene que disciplinarlo para despojarlo de su condición anómala. En todo caso podrá disimular su diferencia radical para incorporarlo como presencia vacía y superficial (el “cookismo trucho” arriba mencionado).

Cooke es un “ángel” rebelde, insumiso, irreverente; un “ángel caído”. “El bebe”, (al igual que Alicia Eguren) no puede insertarse en la línea de continuidad propuesta por la configuración hegemónica de la tradición nacional-popular porque representa un momento de desmesura inasimilable para la misma. Es más, consideramos que esta configuración está condenada a desenvolverse como si Cooke no hubiese existido jamás.
Y, en la Argentina, no se puede ni se podrá hacer una política auténticamente nacional-popular como si Cooke no hubiese existido. Porque Cooke es una estación fundamental de una configuración alternativa de lo nacional-popular, una configuración anticapitalista, revolucionaria y socialista.
Ante nosotros y nosotras un antecedente insoslayable y un signo incontrastable que nos confirma la posibilidad de pensar lo nacional-popular en clave de pensamiento emancipador (crítico). Ante nosotros y nosotras uno de los principales precursores de las praxis articuladoras de una voluntad colectiva nacional-popular.
* Profesor de Historia y Doctor en Ciencias Sociales. Docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Lanús (UNLa). Escritor, autor de varios libros publicados en Argentina, Chile, México, Perú y Venezuela, entre otros: Piqueter@s. Breve historia de un movimiento popular argentino; ¿Qué (no) Hacer? Apuntes para una crítica de los regimenes emancipatorios; Introducción al poder popular (el sueño de una cosa); El socialismo enraizado. José Carlos Mariátegui: vigencia de su concepto de socialismo práctico; El hereje. Apuntes sobre John William Cooke; Marx populi.
[1] Véase: Fanon, Frantz, Los condenados de la tierra, México, FCE, 2007.
[2] Esta modalidad de integración subordinada de lo que de antemano se sabe inasimilable no es ajena a la cultura política (una auténtica “pragmática”) del peronismo. Existen muchas afirmaciones del General Juan Domingo Perón que dan cuenta de la ella, por ejemplo la que sigue: “La izquierda es ácida como el vinagre, pero al mismo tiempo es el complemento indispensable de toda buena ensalada. No se olviden de ponerla, para que tenga gusto. Pero recuerden que la ensalada la tenemos que comer nosotros”. Véase: Revista Así, 26 de junio de 1971, Año 6, Nº 269, pp. 2-7. El recuerdo de Perón (del 25 de noviembre de 1972) de la figura de Cooke como un “contrapeso” ideológico posee el mismo sentido.
[3] Véase: Gramsci, Antonio, Cuadernos de la cárcel, vol. 6, México, Era, 2000.
[4] Así definía Nicolás Casullo al peronismo del periodo 1945-1975. Véase: Casullo, Nicolás, Peronismo, militancia y crítica (1973-2008), Buenos Aires, Colihue, 2008.
[5] Echeverría, Bolívar, El discurso crítico de Marx, México, FCE/Itaca, 2017, p. 240. Sostiene este autor que “la vida efectiva de la dimensión ‘histórico cultural’ o ‘nacional’ tiene lugar en medio de una lucha constante, la que se entabla entre su capacidad de conservar y generar comportamientos sociales incompatibles con la valorización e impugnadores de ella, por un lado, y la acción modeladora-represora de la cotidianidad productiva y consuntiva que proviene del desarrollo del capital ‘nacional’, por otro”. (p. 260).
[6] Skolnik, Sebastián: “Diez años de 2001”. Conferencia en la Cátedra Libre “Ernesto Che Guevara”, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de La Pampa, 29 y 30 de septiembre de 2011. En: Redondo, Nilda; Urioste, Alejandro; Matta, Eduardo; Moro, Diana; Melchor, Daniela, (compiladores y editores), El Che y otras rebeldías, Antología II, Cátedra Libre Ernesto Che Guevara, EdUNLpam, Santa Rosa, 2014, pp. 242-243.
[7] Zavaleta Mercado, Rene, La autodeterminación de las masas, Buenos Aires, CLACSO-Siglo del Hombre Editores, 2009, p. 47.
[8] Hobsbawm, Eric, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 2000, p. 139
[9] También es saludable revisitar a quien anticipó muchos de los tópicos “metodológicos” de la obra jauretcheana: Manuel Ortiz Pereyra, autor, en de La Tercera Emancipación y Por nuestra redención cultural y económica, textos publicados respectivamente en 1926 y 1928.
[10] Jitrik, Noe: “Las desventuras de la crítica”. Texto publicado en Marcha (2ª época), México, 1980 y presentado como “La ‘cultura’ en el retorno del peronismo al poder”, en el Center for Latin American Relations, New York, el 22 de abril de 1976. En: Jitrik, Noe, Las armas y las razones. Ensayos sobre el peronismo, el exilio, la literatura, Buenos Aires, Sudamericana, 1984, p. 206.
[11] Volóshinov, Valentín Nikoláievich, El marxismo y la filosofía del lenguaje, Buenos Aires, Godot, 2018, p. 51.
[12] Véase: Echeverría, Bolívar, El materialismo de Marx. Discurso crítico y revolución, México, Itaca, 2013, p. 43.
[13] Especialmente la Dictadura Militar (1976-1983), el periodo menemista (1989-1999) y en la actualidad el gobierno de la coalición derechista Cambiemos.
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John William Cooke y la “superación” del populismo
Por: Miguel Mazzeo*
Cada acto histórico no puede ser realizado sino por el ‘hombre colectivo’, o sea que presupone el agrupamiento de una unidad ‘cultural social’, por la que una multiplicidad de voluntades disgregadas, con heterogeneidad de fines, se funden para un mismo fin, sobre la base de una concepción (igual) y común del mundo.
Antonio Gramsci
La guerra de John William Cooke fue una guerra de posiciones, con dirección política y retaguardia sólida. Cooke concebía la política como praxis orientada a la conformación de un poder real popular para confrontar con el poder real del capital y sus instituciones y valores.

En el peronismo coexistían una experiencia plebeya, resistente, impermeable a los mitos de Occidente y del patriarcado bondadoso y una experiencia que, por momentos, rozó la soberanía popular, con una ilusión de poder (bastante eficaz, por cierto). Cohabitaban la perspectiva del pueblo y la perspectiva del Estado (no necesariamente de la nación). Convivían la mística y la idolatría. La primera servía para ampliar el campo de lo “posible político”, la segunda lo restringía. La primera hacía practicable una intervención eficaz de la clase trabajadora en la lucha de clases, la segunda la bloqueba. La primera contribuía a generar el clima para modificar las relaciones antagónicas a favor del polo dominado, la segunda creaba los compatimientos estancos y la atmósfera enrarecida apta para inocular altas dosis conformismo y resignación en la clase trabajadora (para petrificar sus sueños) y para fortalecer al polo dominante. La primera remitía a las coyunturas y conflictos que constituían a la clase trabajadora como sujeto histórico, la segunda la subsumía en las estrategias de integración y regulación del sistema de dominación.
La experiencia plebeya, la perspectiva popular y la mística convertían al peronismo en el hecho maldito del país burgués. Lo erigían en receptáculo de rebeldías heterogéneas y de identidades execradas por el orden dominante, desde trabajadores y trabajadoras, villeros y villeras y pobres hasta mujeres, homosexuales y lisiados. La experiencia plebeya, la perspectiva popular y la mística, le permitían al peronismo escapar del ajustado perímetro de lo decible y hacían posible la invención popular.
La ilusión de poder, la perspectiva estatal y la idolatría, lo delineaban como un hecho más de la política burguesa argentina, posiblemente el avance histórico más importante en materia de armonías: con fábricas, escuelas, iglesias y comisarías; con ciudadanos propietarios y propietarios ciudadanos. La comunidad organizada. Una vía argentina para la modernización incluyente. Lo verosímil y lo teóricamente permitido por los discursos anteriores, por la historia previa. Y decimos “teóricamente permitido” porque, a pesar de su ostensible estrechez, el horizonte no dejaba (y no deja) de ser inaceptable para un sector de las clases dominantes y sus aliados (por lo general una infaltable franja impiadosa de las capas medias) que aspiraban (y aspiran) a una modernización excluyente y más conservadora aún. Se trataba (y se trata) de sectores con baja tolerancia a la “esclavitud emancipada” del Estado moderno y “democrático”, esto es: a la más mínima existencia políticamente democrática de lo social; incapaces de admitir cualquier comunidad y hasta cualquier apariencia de comunidad.
Creemos que la figura de Cooke posee carácter emblemático, entre otras cosas porque representa a todos aquellos y a todas aquellas que con su praxis, sobre todo en las décadas del 60 y el 70, intentaron enriquecer lo decible en la política argentina desde el peronismo. Y lo hicieron desde el peronismo, porque entendían que ese entarimado histórico era imprescindible para dotar el advenimiento de lo nuevo con una política de poder, para hacer de lo nuevo emancipatorio un nuevo posible.
El peronismo era un hecho maldito porque como decía Carlos Olmedo hacia el año 1968, a pesar de haber sido una experiencia “incompleta”, en algunos aspectos “ilusoria” y “acotada”, la participación en el poder o la aproximación al mismo, había sido vivida como una realidad por el pueblo argentino.[1] La sola enunciación de esa posibilidad alcanzaba (y alcanza todavía) para romper con la idea de la “unidad nacional”. El “auge de masas”, el estado de rebeldía popular de fines de la década del 60 y principios de la del 70, no puede desvincularse del incremento de las expectativas de igualdad material, social y política generadas por el peronismo durante la década que gobernó, no puede desvincularse del espacio de entendimiento intersubjetivo gestado por el peronismo y que portaba una crítica implícita a un orden de explotación y dominación. En este sentido, cabe hablar del peso de ciertas “objetividades inmateriales”.
El peronismo era un hecho maldito, no porque creaba una grieta (recurriendo a un término muy a la usanza del tiempo histórico actual), sino porque la ponía en evidencia. La grieta lógica del país capitalista, periférico, atrasado, dependiente, desigual. El poder de Perón y de las dirigencias peronistas provenía de su destreza para mostrarse como los únicos capaces de suturar esa grieta, más concretamente: de hacerla tolerable y disimularla. La indeterminación ideológica y el vacío programático, eran la materia adherente segregada por la burocracia y por Perón.
El peronismo, por lo menos durante un tiempo, expresó situaciones tensas y contradictorias. Fue un campo que podía presentar encrucijadas. Lo que servía para un avance colectivo y lo que lo frenaba. Lo nacional-popular “desde abajo” y lo nacional-estatal “desde arriba”. La política de masas y la política de aparatos. Estas tensiones y estas contradicciones entre sectores y visiones eran la verdadera norma, y no la solidaridad, como muchas veces se sostiene. O sea, se presentaban opciones: reaccionarias, reformistas, opciones que restringían lo posible, pero también la opción que planteaba tanto la radicalización como la propia negación del contenido populista, esta última se hizo notar, sobre todo, cuando una generación comenzó a descreer en procesos de liberación nacional conducidos por un frente liderado por alguna fracción de la burguesía o por algún sector o corporación que la reemplace (verbigracia, las Fuerzas Armadas, sobre todo en los países periféricos).
Cooke y una buena parte de la militancia peronista radicalizada vislumbraron el agotamiento de una situación de acumulación populista y su contradictoria permanencia como ideología que se expresaba en la reedición del programa del 45. Por eso Cooke en carta a Juan José Hernández Arregui del 28 de septiembre de 1961, le decía: “nuestro movimiento popular –y el Peronismo en primer término– se debate en medio de contradicciones ideológicas que no reflejan las reales contradicciones de la sociedad argentina”.[2] Sin el sostén de la primera (la situación de acumulación populista), el mantenimiento de la segunda (la ideología del 45) pasaría a justificar proyectos cada vez más alejados de la soberanía nacional y la justicia social. La identificación de este desfasaje impulsó el recorrido dialéctico de Cooke (y unos cuantos y unas cuantas más).
Cooke asume (en los términos de Georg Lukács) la noción “actualidad de la revolución” y vislumbra un posible no arbitrario (un posible determinado, una de las bifucaciones), comienza a pensar en el sentido estratégico de lo posible. Enfatiza, de este modo, el significado histórico de los movimientos de masas y concibe la política como acción positiva.[3] El periplo del peronismo, que va de aquellos vigores catalíticos a su posterior constitución como fuerza regresiva (o “reformista”, en el mejor de los casos) no convierte en lícita la sospecha contra-fáctica de que el neoliberalismo, la “economía popular de mercado” o el “capitalismo con decisión nacional”, eran el destino obligado del peronismo. Sí nos parece correcto sostener, con Cooke, que el “final inglorioso” era una de sus posibilidades. Agregamos: el “final inglorioso” se puede relacionar a la no superación del populismo. Y también con su reedición bajo nuevos formatos (neo-populistas) después del agotamiento de su experiencia neoliberal. Sin la posibilidad de abrigar contradicciones sustanciales, el populismo persistirá como praxis de simulación de lo popular, un arte de fingir. Y el peronismo seguirá delineándose como el ámbito donde medrarán los simuladores.

El horizonte que plantea la superación del populismo nos impone la siguiente pregunta: ¿cuál es el límite de las demandas sociales que puede representar una fuerza política popular sin diluir sus contenidos más radicales? El populismo, entonces, puede ser considerado como una estrategia para diluir los contenidos populares más radicales en una totalidad que los incluye pero que los subordina a través de significantes flexibles, laxos (más que “vacíos”). Se trata, lisa y llanamente, de una estrategia de “regulación” de la lucha de clases y, por lo tanto, de “polarización social” limitada y controlada. Primero, a través de la negación de los vasos comunicantes (y de las “contradicciones principales”) que existen entre los campos en los que el populismo suele dividir a las sociedades. Luego, a través de la apelación a significantes aptos para la articulación interclasista y no intraclasista (a nivel de la clase trabajadora). Nos referimos a los vasos comunicantes fundados en la aceptación del sistema capitalista y en diversos aspectos de la institucionalidad y la lógica estatal burguesa.
Ernesto Laclau en su libro La razón populista,[4] desarrolla el tema de la constitución de lo político (en el populismo) por la lógica de la representación de un amplio arco de reivindicaciones de diversos sectores con predominio de uno de ellos y un antagonista externo. La cuestión central es qué sector predomina y si se incluyen o no en ese arco las reivindicaciones de algunas fracciones de la clase dominante y si se garantiza o no la reproducción del conjunto de la misma. En ese espacio se juega la diferencia entre lo popular y lo populista. Entonces, exceder el populismo es garantizar el contenido clasista (en sentido amplio, dando cuenta de la heterogeneidad del universo plebeyo y popular) de esa alianza, pero depurándola de contenidos pro-capitalistas y de “significantes burgueses”.
De algún modo, creemos que este es el sentido que el mismo Cooke terminará asignándole al populismo, por ejemplo en Peronismo y revolución, de 1966.
Cooke al terminar de asumir en Cuba lo que venía rumiando desde hacía rato, que la liberación nacional y la revolución social en Nuestra América pasaban a ser procesos inescindibles, supera las ilusiones (y los límites) del nacionalismo reformista, del populismo, de los programas centrados en la liberación nacional. Al mismo tiempo asume que los movimientos de masas en Nuestra América tienen dos únicas alternativas, o bien profundizan los procesos revolucionarios (en sentido anticapitalista) o bien caen y/o se desvirtúan.
Entonces, Cooke remite a la superación del populismo a través del dsarrollo de una política auténticamente popular. Pone en evidencia los contrastes entre lo populista y lo popular, que es como decir: entre la regulación de la lucha de clases y la de profundización de las mismas, entre las estrategias de polarización social limitada y controlada y las estrategías que llevan al punto máximo la polarización, entre la articulación inter-clasista y la articulación intra-clasista.
Cooke y la izquierda peronista en su conjunto pueden verse como emergentes históricos del desborde de los conflictos de una alianza social policlasista y de las dificultades o, lisa y llanamente, la imposibilidad, de sintetizar las contradicciones estructurales. En fin, como emergentes de un pueblo que vió clausurada la posibilidad de profundizar (o simplemente mantener) las políticas nacionalistas y las reformas sociales en el marco del capitalismo dependiente y sus estructuras.
Cooke, en su intento de exceder el populismo, reconocía que no existía otra posibilidad que partir del proceso de colectivización y de articulación de voluntades disgregadas que dinamizaba la lucha de clases en Argentina en las décadas del 50 y el 60 (sus herederos directos plantearán más o menos lo mismo en la década del 70). Claro está, el peronismo era un dato fundamental de ese proceso. Cooke asumió el objetivo de dotar de una subjetividad trascendental (de un elemento utópico) a esa objetividad situacional. Y supo manejarse permanentemente con la hipótesis de que “lo espontáneo” podía ser la forma embrionaria de “lo conciente”.
* Profesor de Historia y Doctor en Ciencias Sociales. Docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad de Lanús (UNLa). Escritor, autor de varios libros publicados en Argentina, Chile, México, Perú y Venezuela, entre otros: Piqueter@s. Breve historia de un movimiento popular argentino; ¿Qué (no) Hacer? Apuntes para una crítica de los regimenes emancipatorios; Introducción al poder popular (el sueño de una cosa); El socialismo enraizado. José Carlos Mariátegui: vigencia de su concepto de socialismo práctico; El hereje. Apuntes sobre John William Cooke; Marx populi.
[1] [Olmedo, Carlos] “Notas para una valoración de la situación nacional”, 1968. Legajo 320, Carpeta Bélico, Mesa DS, Archivo DIPBA, Comisión Provincial por la Memoria. Citado por: González Canosa, Mora: “Un sendero guevarista: pervivencias y torsiones en los orígenes de las ‘Fuerzas Armadas Revolucionarias’ (1966-1970)”. En: revista www.izquierdas,cl, Nº 15, abril de 2013. Chequeado el 10 de febrero de 2016.
[2] Cooke, John William, Obras Compeltas. Tomo III [Artículos periodísticos, reportajes, cartas y documentos], Buenos Aires, Colihue, 2009 p. 90. [Eduardo Luis Duhalde compilador]
[3] Angus Stewart analizaba la “dinámica” de los movimientos denominados populistas y decía que en determinadas situaciones: “El ala urbana del movimiento ha del volverse, con toda probabilidad, independiente y autónoma. Así, luego de la caída de Perón y el desarrollo posterior de la economía argentina, el peronismo fue modificado hasta transformarse en un movimiento cuasi-obrero…”. En: Ionescu, Ghita y Gellner, Ernest, (compiladores) Populismo. Sus significados y características nacionales, Buenos Aires, Amorrortu, 1970, p. 231.
[4] Laclau, Ernesto, La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005.
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John William Cooke:
Liberación, Revolución y Estado.
Por: Cristian Leonardo Gaude[1]
Revolución, liberación nacional, imperialismo, colonialismo, latinoamericanismo, son términos que parecen haber desaparecido del léxico político contemporáneo. Una gruesa capa de polvo (formada por la mugre de mil derrotas) los cubre señalando su aparente carácter de antigüedad y quienes se atreven a evocarlos seriamente son señalados como nostálgicos del pasado.
Extraña situación (o no tanto si releemos la historia reciente como una lucha por desterrar esos términos de la vida política nacional) cuando la enunciación de esas palabras señalan situaciones sin resolver en nuestro país desde el siglo pasado hasta nuestro presente Esos conceptos son con los que nos habla un personaje casi mítico de la historia nacional: John William Cooke.
La figura de Cooke está indisolublemente ligada en el imaginario colectivo a la emergencia de la “izquierda peronista” y la estrategia insurreccional para la toma del poder en la década del sesenta. La figura de Cooke es presentada casi de forma romántica (inevitable situación frente a los personajes derrotados que dejan la sensación de algo que debiera haber sido y finalmente no fue) como la voz de la conciencia que le habla al exiliado líder acerca de la inevitabilidad de volcar al peronismo a posiciones socialistas y de cambiar la “cárcel de oro” que representaba España para Perón por la “fuente revolucionaria” cubana como residencia física e ideológica de la primera figura del movimiento peronista.

Sin embargo Cooke no empieza su vida política cuando decide trasladarse a Cuba y abraza al marxismo como proyecto político, ni siquiera hace su aparición como figura importante cuando Perón delega en el su representación y lo nombra heredero político en caso de muerte tras la Revolución Libertadora. Cooke es una figura importante para el peronismo ya desde el primer gobierno de Juan Domingo Perón. Con veintiséis años asume como Diputado Nacional por la Capital Federal como parte del bloque oficialista por la Unión Cívica Radical Junta Renovadora.
Durante esos años parlamentarios Cooke expondrá en el Congreso un pensamiento nacionalista, antiimperialista, antiliberal y revisionista con respecto a la historia nacional, y en esos cuatro ejes de análisis estarán las bases de un pensamiento que irá enriqueciéndose pero no transformándose tan profundamente como proponen algunos autores. Ciertamente las palabras de Cooke o el foco de su pensamiento difiere cuando comparamos sus expresiones en la Cámara de Diputados con lo dicho durante la década del sesenta, pero esos cambios de enfoque no responde tanto a una “evolución” de su pensamiento como a un cambio en el contexto particular que a él le toca vivir dentro de la estructura del peronismo y al contexto general del peronismo como movimiento de masas que se ve impedido de llegar el poder por canales institucionales.
Cooke es revolucionario desde el minuto cero de su adscripción al peronismo como movimiento popular de liberación nacional. Pero solo a condición de redefinir el término Revolución, adaptándolo a la realidad nacional de los pueblos latinoamericanos, que requieren conjugar en un mismo proceso la cuestión nacional con la cuestión social.
Para Cooke la revolución no era un término absoluto que implicaba seguir un mismo camino de desarrollo revolucionario al margen de la realidad histórica de cada pueblo, sino que era una lucha que adquiría entidad solo cuando se adaptaba a las necesidades de cada nación. En la Argentina la revolución implicaba fortalecer al Estado para lograr la independencia económica, asegurar la soberanía política y garantizar la justicia social.
La liberación nacional era la conjugación de las tres banderas del peronismo en un proyecto político que ampliara los márgenes de libertad obtenidos históricamente hasta el momento. Cooke creía que la Revolución Peronista venía a actualizar los alcances de la libertad, superando la abstracción individual del liberalismo para desarrollar un concepto igualitario y concreto que sea amparado por la intervención estatal para superar las desigualdades socioeconómicas del capitalismo.
Desde su banca de diputado, Cooke defendió la idea de que había que completar el proceso de liberación nacional iniciado en 1810, pues creía que la libertad política conseguida mediante las luchas de independencia poco significaba frente a la ausencia de libertad económica que implicaba la adopción del liberalismo como norte ideológico que había adquirido la clase dirigente nacional.
La Argentina, entonces, era un país “semicolonial” donde las decisiones que afectaban a la totalidad de la comunidad política dependían de las decisiones económicas tomadas por poderes particulares con sede en Europa y en alianza con la oligarquía terrateniente local.
De esta manera para completar el proceso de liberación nacional debía enfrentarse un factor externo y uno interno de dominación. El factor externo estaba representado en el imperialismo y su intervencionismo económico en los países de Latinoamérica. El factor interno, era la existencias de oligarquías gobernantes que se habían apropiado del poder público y lo utilizaban como un poder privado para anteponer sus intereses (vinculados al imperialismo) por sobre el interés público.

Así, el problema de la libertad requiere actuar en dos sentidos. El primero, en fortalecer al poder público para enfrentar a los poderes privados que le disputan su soberanía, dicho en otros términos enfrentar al imperialismo que toma las decisiones importantes desde y para afuera de la comunidad nacional. El segundo, era desplazar a la oligarquía del papel que históricamente había cumplido como clase dirigente, remplazándola por el pueblo como legitimo gobernante. Para Cooke la oligarquía y el imperialismo eran dos caras de la misma moneda, pues su “sociedad” tenía como objetivo la explotación del pueblo argentino. Al respecto de esa asociación decía:
“La clase dirigente argentina siempre ha sabido cuál es su verdadera posición frente al pueblo y por eso, por boca de uno sus prohombres, enunció su famosa frase: «hay que educar al soberano», y le negó al pueblo la madurez y capacidad para regir sus propios destinos. Es sobre la sangre y el aislamiento del hombre argentino que la oligarquía, a través de cien años, pudo edificar ese tremendo aparato jurídico, económico y social, como consecuencia del cual nuestro patrimonio fue explotado por una casta de traidores nativos que siempre actuaron como gerentes del imperialismo europeo en América.” (Cooke en Duhalde, 2007: 417).
El desarrollo institucional argentino, entonces, no había partido de las necesidades de la región sino que era la consecuencia de la adopción de conceptos formados en Europa y pensados para esas realidades (aunque ni siquiera allí funcionaban muy bien solía decir Cooke) pero que no servían para promover políticas liberadoras en un país semicolonial.
Para Cooke la Revolución pasaba en gran medida por la superación de los esquemas mentales promovidos por el Estado oligárquico durante la mayor parte de la historia nacional para arribar a un pensamiento nacional que piense los problemas y la realidad de la región. La revolución entonces implicaba denunciar al liberalismo como la herramienta de dominación que el imperialismo y la oligarquía utilizaba para someter al pueblo, para luego generar instituciones que superen el carácter abstracto de esa libertad.
Cooke afirmaba que el liberalismo promovía una definición de libertad individual y abstracta. En efecto, la libertad negativa (Berlín, 1998) consiste en la ausencia de intervención externa para la acción, siendo los individuos más libres cuanto menos trabas tienen para actuar y decidir su propia conducta. El gran problema es que, usualmente, no existen individuos aislados sino que lo que existe son individuos sociales cuyas vidas están ligadas a “otros” individuos. Para el liberalismo, esa situación social pone trabas a la libertad del individuo desde el inicio y requiere establecer reglas (leyes) de comportamiento que regulen las interacciones sociales. Pero esas leyes son consideradas “males necesarios” que coartan parte de la libertad para instituir una situación de seguridad en que los individuos puedan interactuar. De este modo las leyes son siempre un freno a la libertad, freno que solo es aceptable en la medida que permita la convivencia. El Estado es considerado, de esta forma, como un peligro para la libertad, pues su capacidad de sancionar leyes y hacerlas cumplir lo pone siempre en el papel de poder desmedido con capacidad para interferir en la vida de los individuos.
Para el liberalismo el Estado debe encogerse a su mínima expresión, la necesaria apenas para garantizar el cumplimiento de las leyes que sancionan la libertad individual y garantizar la “igualdad” jurídica de los ciudadanos. El crecimiento del Estado y la acumulación de poder son siempre considerados como un avance de la sociedad sobre la libertad individual.
Esta forma de concebir a la libertad y de generar instituciones públicas era para John William Cooke lo que propiciaba la dominación político-económica del imperialismo sobre lo nacional y la dominación social de la oligarquía sobre el pueblo.
La liberación requería aceptar que, en los países coloniales, el Estado debía ser un poder popular que actúe para enfrentar a los poderes privados que intervenían para perpetuar la dominación. En otras palabras, subvertir el sentido común acerca de cuál es la relación entre la libertad y el Estado
Esos poderes privados con vocación de dominación cobraban entidad en el imperialismo (durante la mayor parte de la etapa en que el peronismo está en el poder es el imperialismo británico el que preocupaba a Cooke. Su preocupación por el vecino del norte comenzara a cobrar fuerza en los últimos años del gobierno de Perón, en las campañas llevadas a delante desde la revista De Frente por la unidad latinoamericana para enfrentar los bloques de poder de la guerra fría) y su faceta de capital internacional.
Como diputado nacional Cooke presentó el proyecto de ley de represión de actos de monopolio. En la fundamentación del proyecto afirmaba que el monopolio comercial era la consecuencia de la economía de libre mercado, pues mediante la competencia lo único que sucede es que el gran capital subordina y elimina a los pequeños empresarios. Pero que no era ese el único problema de los monopolios, sino que en América Latina las empresas monopólicas eran de capital internacional y cumplían un papel determinante en el estancamiento económico de las naciones, impidiendo el desarrollo.
Para Cooke el imperialismo requería de un mundo colonial que se perpetúe en ese papel. Por lo tanto, todo intento de salirse del libreto de productor de materias primas y alimentos para iniciar un proceso de desarrollo industrial era contrario a sus intereses. El capital internacional cumplía en las economías nacionales de la región la función de asegurar que Latinoamérica no inicie el camino de la liberación económica. Para hacerlo, adquiría un carácter monopólico y a su poder económico lo transformaba en poder político, compitiendo con el Estado en la toma de decisiones de carácter público.
Durante la mayor parte de la historia nacional, el Estado había funcionado bajo la lógica liberal de reprimirse a sí mismo para evitar avanzar sobre la libertad individual. Eso había generado un poder público débil con poca capacidad para enfrentar a los poderes económicos que lo presionaban para que al momento de definir políticas económicas tenga en cuenta sus propios intereses.
Para Cooke la debilidad del Estado sumada al carácter monopólico del capital redundaba en que esas empresas monopólicas eran las que dirigían el rumbo económico del país, convirtiéndose de hecho en un poder privado con capacidad para tomar decisiones que afectan a toda la comunidad. Las decisiones económicas del país, con un Estado débil que permite la formación de monopolios, se toman “a puertas cerradas y en reuniones de directorio” decía Cooke, sin consultar a los afectados por esas decisiones. Al respecto del monopolio decía en el congreso:
“Existe también un problema que afecta ya a la soberanía del Estado, porque al lado de las autoridades constituidas de acuerdo con las cartas constitucionales se forma el gobierno de los consorcios financieros, de los hombres de la banca, del comercio y de la industria, que por medio de esta vinculación realizada a espaldas de los intereses populares, llegan incluso a posesionarse del gobierno por los resortes que ponen en juego cuando se trata de la defensa de sus intereses.” (Cooke en Duhalde, 2007: 87).

La solución que Cooke proponía frente al problema de los monopolios era que cuando una actividad requiera para su funcionamiento adoptar un carácter monopólico, dicha actividad debía ser ejercida directamente por el Estado, único interesado en hacerlo desde una posición que persiga el interés general. Años después desde la revista De Frente iniciará una larga campaña contra las empresas que tenían la concesión del servicio eléctrico, reclamándole al gobierno que les quite la concesión (en base al mal servicio y la intención de cobrar a los consumidores más de lo debido) y cree empresas estatales que presten el servicio en forma directa.
En el pensamiento de Cooke no existen lugares de poder vacíos. Solo existen dos posibilidades: los lugares de poder son ocupados por un poder público o por un poder privado. De más está decir cual puede ejercerlo en forma liberadora y cual necesariamente lo hará persiguiendo su propio interés.
Que el imperialismo actúa bajo la máscara del capital era una certeza que se corroboraba cuando se analizaba el desarrollo de la deuda externa y la creación del Banco Central de la nación. Al respecto de ambos temas Cooke creía que era necesario sacudirse de encima el peso de las deudas, que nunca son un factor de liberación, sino un fortalecimiento de las cadenas que someten el país al imperialismo y que era necesario nacionalizar el banco Central para que funcione revolucionariamente y permita al Estado planificar una economía para la liberación.
En 1946 Cooke presentaba los decretos de ley referentes al sistema de régimen bancario y a las organizaciones económicas para que sean ratificados por la Cámara de Diputados. Allí planteaba el papel de economía semicolonial que cumple la Argentina en el sistema económico internacional, sosteniendo que dicho papel había sido tomado en desmedro de los intereses nacionales. Por lo tanto, el bloque legislativo peronista proponía la nacionalización del Banco Central.
En defensa de dicho proyecto refería Cooke a la pérdida de soberanía que habría implicado no aprobarlo, ya que los bancos privados tenían participación en el Banco Central por ser este una institución mixta, existiendo así, por fuera del control público, una institución con capacidad de emisión financiera al margen de la planificación económica. De esta forma, Cooke proponía que la nacionalización del Banco Central fuera acompañada por la nacionalización de los depósitos y por el control del crédito por parte del Estado para enfrentar las situaciones de inflación. Para Cooke la liberación pasaba por la planificación económica y esa planificación encontraba trabas en el capital internacional. No existían posibilidades de “consensuar” con el imperialismo en esta instancia, o de integrarse al mundo mediante la adopción del liberalismo que propugnaban los países centrales. Liberarse era aceptar el carácter conflictivo de la política y actuar en consecuencia. Ese era el sentido que seguía la nacionalización de los depósitos y del Banco Central.
Respecto de la deuda externa Cooke afirmaba que era necesario nacionalizarla y desligarla del patrón oro para poder planificar la economía desde una posición de autonomía. Pero no solo había que nacionalizarla, sino que el endeudamiento externo debía comenzar a ser encarado desde otra perspectiva. Para Cooke, hasta el peronismo, los préstamos de capital provenientes del exterior solo habían servido a los acreedores, nunca a las naciones latinoamericanas.
El imperialismo había utilizado el endeudamiento para reducir la capacidad de decisión de los Estados latinoamericanos y aumentar la capacidad de presión que podía ejercer sobre ellos. Al respecto decía Cooke en 1946:
“La deuda externa ha sido fomentada por los países de penetración imperialista en nuestro continente, porque muchos gobiernos endeudados han sido arcilla en manos de los fuertes consorcios internacionales.
Los déficit de presupuestos han correspondido, desde hace muchos años, al monto de la deuda pública, y cuando los gobiernos han sido complacientes se ha conseguido aumentar el monto de la deuda a veces con el pretexto de dar a los empréstitos un destino que nunca se ha llegado a cumplir.” (Cooke en Duhalde, 2007: 112).
El endeudamiento era entonces en provecho del imperialismo y no de la liberación nacional, pues nunca había servido para promover el desarrollo industrial sino que buscaba perpetuar el carácter agrícola de la economía nacional.
La alianza entre el imperialismo y la oligarquía terrateniente que se había apropiado del poder público había llevado a la formación de un pensamiento nacional hegemónicamente liberal. La integración al mundo consistía en abrazar el liberalismo (económico con fuerza, político hasta ahí nomás) como sentido común que regulase las interacciones entre los individuos y las naciones. Desde esta perspectiva las naciones se relacionaban entre si desde una posición de libertad e igualdad, principalmente mediante el comercio.
La relación entre Argentina y Gran Bretaña consistía en la exportación de materias primas y alimentos por parte de la Argentina hacia Gran Bretaña, y en la importación de productos industriales y de capitales, tanto en la forma de empréstitos como en la de inversión directa en las principales columnas del diseño económico nacional.
Esta relación económica, aparentemente basada en la “libre concurrencia a los mercados”, se convertía, para Cooke, en una relación política de subordinación indirecta, tal como lo expresa en el Presupuesto general de gastos para 1948 o en el proyecto de reforma del artículo 26° de la Constitución Nacional referente a la navegación de los ríos interiores, ya que la República, que había obtenido su libertad política en las guerras de Independencia del siglo XIX, carecía aún de libertad económica y de libertad cultural.
Cooke se tomaba en serio la nomenclatura de “Revolución Peronista”. El carácter revolucionario del peronismo lo veía en la vocación de superación de la dominación colonial del imperialismo sobre lo nacional y de la oligarquía sobre el pueblo, para redefinir a la libertad desde una óptica igualitaria. Esa doble liberación (nacional y social) era posible generando un pensamiento propio que supere el papel hegemónico del liberalismo en la definición de instituciones estatales.
Para eso era necesario apelar al pueblo, al que Cooke consideraba guardián de los “valores morales nacionales” formados históricamente y en contacto con la tierra. Esos valores eran despreciados por la oligarquía como símbolo de la barbarie a la que había que civilizar. Pero más importante aún, para Cooke esos valores morales no podían ser comprendidos desde el liberalismo, pues no ponían al individuo por encima de la comunidad y definía a la igualdad como un valor real y material.
De cierta forma, la distinción entre el pueblo y la oligarquía que está presente en el pensamiento de Cooke nos remite a aquella que expresaba Maquiavelo en el siglo XV. El pensador florentino aseguraba que las sociedades estaban divididas en dos polos opuestos: los Grandi y el Popolo.
Los grandes eran impulsados por la voluntad de dominar. El pueblo, en cambio, quería no ser dominado. Este mismo razonamiento es el que orienta el pensamiento de Cooke. Para él, la hegemonía de la oligarquía había generado una forma estatal que tendía a la dominación social en detrimento de la liberación. Remplazando a la oligarquía por el pueblo en el manejo de la cosa pública, se instauraría una forma estatal diferente, orientada por la pulsión de no ser dominado, remplazando a lo que definía como el Estado Gendarme por el Estado social.
La forma de transformar al Estado era tendiendo puentes entre los valores morales que habitan en el pueblo y la generación de instituciones. En el proyecto de reforma Constitucional que presenta en 1948 propone una serie de reformas políticas que tendían a acortar las distancias entre el pueblo y los representantes, proponiendo la elección directa (hasta entonces se realizaba mediante Colegio Electoral), la reducción de los mandatos legislativos (eran de nueve años y Cooke afirmaba que podían ser un factor conservador, contrario para el desarrollo de la revolución) y la reelección presidencial. Estas reformas, afirmaba desde su papel de diputado, permitirían la emergencia periódica de gobiernos populares que muevan al Estado en un sentido liberador.
Es que para Cooke la liberación siempre pasa por el Estado, en cuanto considera a este el poder público de la comunidad política y a la libertad como una situación política, económica y social que se ve en peligro en la esfera del ámbito privado de la vida. Para Cooke, no es el Estado (tal como lo plantea el liberalismo) el peligro para la libertad (al menos no a priori) sino que el peligro para la libertad esta en las relaciones privadas entre individuos “libres e iguales”, formalmente, pero sometidos y desiguales en los hechos por que esas relaciones se dan en situaciones de poder desparejas.

La revolución en los países de América Latina estaba, entonces, en restituir el poder público, que estaba tomado por las oligarquías, al pueblo y fortalecerlo para enfrentar al imperialismo que buscaba condenarlo a un papel de satélite de sus propias economías nacionales. La revolución y la liberación no son contra el Estado en general, sino contra cierta forma estatal a la que podemos denominar liberal, burguesa u oligárquica.
Ciertamente las palabras que utiliza un pensador revolucionario cambia según el lugar que ocupe en la estructura de la revolución en la que esta enrolado, así como también en el momento que esa revolución está atravesando. Desde su papel de diputado nacional Cooke afirmaba:
“Llegó la revolución, y el pueblo fue nuevamente interpretado. La revolución inició la supresión de todo lo antinacional, liquidó malas deudas, canceló contratos humillantes y onerosos, retomó lo que legítimamente la pertenecía al país e inició su régimen con el capital permanente de la Nación: pueblo y trabajo.
Del Estado prescindente en materia económica, del clásico Estado gendarme, sumiso con el amo, duro con el débil, se ha pasado, por imperio de los hechos y de las circunstancias, a un Estado planificador y equilibrador de todas las actividades.
De un Estado insensible al “debe” y al “haber” de las transacciones internacionales en materia de productos y de moneda, la necesidad de salvaguardar la riqueza y el porvenir del país ha impuesto un Estado comprador y vendedor único de sus productos y sus divisas, ante el extranjero.
De un Estado que no tenía intervención, en materia de trabajo y de salarios, de acuerdo con las supuestas leyes de la oferta y la demanda, se ha llegado a un Estado de justicia social, que vela por el bienestar y la seguridad efectiva y real de todos los habitantes.
De un Estado manejado por cenáculos de notables y camarillas áulicas, se ha llegado a un Estado donde el pueblo, después de estar fuera del conocimiento y de la cosa pública, manifiesta, recién ahora, su voluntad libérrima en limpios comicios.
Y todo ello, bajo el imperio del actual texto constitucional. No se hizo una revolución contra la Constitución, sino dentro de ella, buscando interpretarla lealmente en lo mucho que tiene de democrático, de popular, de justiciero.” (Cooke en Duhalde, 2007: 197).
Creo (aunque admito que es discutible) que la definición de Cooke acerca del carácter liberador del Estado no cambia a lo largo de toda su vida. Cambia, quizás, el modo en que ese Estado se define a sí mismo y se organiza, pero siempre el poder público es factor de liberación que puede enfrentar a los poderes particulares con la fuerza del pueblo y no de individuos dispersos que son libres de ser dominados.
Pensar en términos revolucionarios en el siglo XXI requerirá superar las experiencias traumáticas de fines del siglo pasado, donde el Estado claramente se convirtió en factor de represión y terror social adoctrinador. Hay que mantener una “saludable desconfianza” hacia el poder de los gobiernos que manejan el Estado, pero no olvidar que donde el Estado no está para garantizar derechos e igualdad están los poderes privados que se apropian de esos derechos y promueven la desigualdad.
Bibliografía
- Maquiavelo, Nicolás (2003), Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Alianza Editorial, Madrid.
- Berlin, Isaiah (1998) Cuatro ensayos sobre la libertad. Alianza editorial, Madrid.
- Cooke, John William (2007) Obras Completas (ed.: Eduardo L. Duhalde), Tomo I, Colihue, Buenos Aires.
[1] Licenciado en Estudios Políticos. Docente. Autor de El peronismo republicano. John William Cooke en el parlamento nacional.
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FOGONERO DE LA TRANSFORMACIÓN
Por Jorge Falcone

En memoria de John William Cooke
Naciste en la Ciudad de las Diagonales
treintaitrés años antes que yo.
Esta Argentina en disgregación me condujo
– una vez más –
a tus papeles.
Nombre de gringo, estirpe de criollo que resiste
contra el Ejército de Línea.
Sonrisa engominada de personaje
que se le escapó a Chaplin.
Y, a flor de labios,
la intransigencia blindada.
En el 46 diputado,
en el 47 votando
a contramano para frenar la entrega
(Acta de Chapultepec)
Un año antes de mi nacimiento,
vos al margen de todo cargo.
Al margen pero “De Frente”.
En tu revista y en la vida,
siempre de frente.
Cuando los fusiladores prohibieron
hablar de la alegría
te instalaste otra vez
en la primera fila.
Peleaste incansablemente,
organizaste el desbande,
propusiste alternativas,
hiciste historia sin eco,
fuiste a dar al calabozo…
huiste a caballo hacia la cordillera,
preparaste caños y revueltas,
escrachaste al inservible,
multiplicaste al resistente,
Fogonero de la Transformación.
Alentaste la toma del Lisandro,
y representaste al Líder
(Carta fechada en Caracas,
Noviembre del 56)
Solidario con la Patria Grande
te hiciste miliciano en Bahía Cochinos
por defender la Revolución.
Empapaste tus ideas en Fanon
y el Comandante Americano.
¿Qué fue de vos
entre Valle y Ongania?
Cartas largas y meticulosas
dentro y fuera de la cárcel:
No al “determinismo histórico”,
sí a “crear las condiciones”.
El Movimiento,
“inorgánico y vulnerable”.
“Mediocres”
sus conducciones intermedias.
Y alguna que otra herejía epistolar…
que el General ya no contesta.
La Patria sigue en llamas y tu máquina
tabletea sin respuesta.
“Reincido en la relación
que mantenía con usted”
(Junio del 62):
Silencio.
“Mis argumentos,
desgraciadamente,
no tienen efecto…”
1966:
Otra vez el orden
y las buenas costumbres.
El Fogonero de la Transformación
da a luz el MRP con Gustavo Rearte.
“Los revolucionarios no queremos – dice –
la muerte sino la Revolución”.
Buscando un norte
al “gigante invertebrado y miope”
se apaga en el año de Taco Ralo.
A un año del Barrio Clínicas
y dos del Aramburazo.
Aterrados por su legado,
nuevos fusiladores le matan la compañera
en la Escuela Mecánica de Massera.
Es mandato del Imperio
extirparlo de la historia.
Que no suene su nombre en el Parlamento,
ni figure en librerías,
ni lo luzcan las paredes.
Pero su herencia es endémica:
“cuando culmine el proceso
revolucionario argentino,
se iluminarán los aportes,
ningún esfuerzo será vano,
ningún sacrificio estéril,
y el éxito final
– ya que los trabajadores no pueden ser
otra cosa que “el hecho
maldito del país burgués” –
redimirá las frustraciones”.-
Texto del poemario
“Arre, potrillo de los pobres!
Una década de poemas y canciones de Jorge Falcone” (1979 – 1989)